Hace algunos días, una señora me contó una historia.
Hace muchos años, cuando esta señora no tenía dentadura postiza, y tenia a su cargo a 8 hijos, tuvo que hacer un viaje cruzando la peninsula con su marido. El tren que salía del pueblo hasta la estación central de Zaragoza era pequeño y no le supuso ninguna novedad, pero cuando tuvo que hacer trasbordo para coger otro, dirección a Madrid y Sevilla, la cosa se complicó.
Su hija mayor subió primera, y empezó a ayudar al marido de la señora a meter las maletas por la ventanilla. Los demás niños esperaban su turno, pacientes, al lado de la puerta del tren, pero ninguno de los viajeros deparaba en ellos, y todos pasaban sin dejarles sitio, sin hacerles el menor caso.
La señora empezó a impacientarse, imaginando que el tren arrancaba y que dejaba a sus hijos en tierra. Hasta tal punto llegó a tener ese temor, que se armó de valor y se puso en la puerta, bloqueando el paso a todos los que intentaban pasar, y gritó:
-¡No sube nadie más mientras yo tenga un hijo en tierra!
Los viajeros que querían subir la miraron desconcertados, y muchos la abuchearon, intentando empujarla, para poder pasar. No hacían caso de su protesta. Pero vino el revisor y, enterado de la situación, también gritó:
-¡Señores, por favor! Tengan un poco de piedad, dejen subir a los niños primero; hay sitio de sobra.
Así, dejaron subir a los siete niños restantes; todos cogieron el tren, y siguieron el viaje hacia el sur.
Esta señora, después de contarme la historia, pensó en alto. Me dijo:
-Tú piensa, hija, cómo debían ser aquellos tiempos para las mujeres, que tuvo que venir el revisor a hacerse cargo, porque el que yo atrancara la puerta no tenía mayor valor: era una mujer, y a ellas no se les tomaba en serio, éramos todas unas locas, dependientes de hombres y padres, sin pensamientos propios ni sueños. Ahora es distinto. Nadie puede decirte nada por ser lo que eres. No perdáis eso. Acuérdate de esta abuela cuando se haya ido, y tú seas mayor.
Ahí queda eso.
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